Uno de los aspectos clave que nos ayudan a afrontar las adversidades de la vida, a superar el dolor por ciertas pérdidas y situaciones traumáticas, es tener motivos para vivir.
Muchas personas que acuden a terapia y que podemos pensar que no tiene motivación para el cambio, muchas veces lo que no tienen son motivos.
Esos motivos pueden ser familiares (pareja, hijos), laborales (cuando tienes un trabajo que te llena, o compañeros/as con los que da gusto ir a trabajar), relacionales (amigos, mascotas, ayudar a los demás) o personales (hobbies, deporte). Seguro que se te ocurren muchos más.
¿Qué ocurre cuando la persona que sufre un problema de salud mental no tiene motivos?
Seguro que cómo profesional te habrás encontrado en bastantes ocasiones en esa coyuntura. O cómo familiar habrás sufrido esa situación con tu hija/o. O tal vez eres tú, que nos lees buscando algo de apoyo, quien se encuentra en un momento así.
Como profesional me he encontrado personas que se muestran incapaces de salir a la calle, o de ocuparse de su aseo personal, que apenas consiguen salir de su propia habitación.
En otras ocasiones, han sido capaces con mucho esfuerzo de llegar a la consulta. Y se muestran cabizbajas/os, con los hombros caídos, hablando con monosílabos, con la mirada perdida.
En esas circunstancias, solo puedo valorar el enorme esfuerzo de llegar hasta la consulta, también suelo pedir un poco de tiempo y confianza para poder ayudarles a reducir su sufrimiento, para poder descargar esa mochila llena de cosas feas y duras que tanto pesa.
He de reconocer que ha habido veces que la “casa interior” en la que la persona habita estaba tan devastada, que no sabía ni por dónde empezar.
También puedo decir que he visto cambios asombrosos, que demuestran la gran capacidad del ser humano cuando decide cambiar las cosas, da con los profesionales adecuados, y además experimenta un pequeño cambio que lo cambia todo.
Las ranitas en la nata
Hay una historia que escuché una vez en boca de uno de mis profesores cuando hacía terapia con una de estas personas sin motivos.
Desde entonces cuando me parece oportuno, me gusta contarla en terapia. Se llama las ranitas en la nata y espero que os guste tanto como a mí.
Había una vez dos ranas que cayeron en un recipiente de nata.
Inmediatamente se dieron cuenta de que se hundían: era imposible nadar o flotar demasiado tiempo en esa masa espesa como arenas movedizas.
Al principio, las dos ranas patalearon en la nata para llegar al borde del recipiente.
Pero era inútil; sólo conseguían chapotear en el mismo lugar y hundirse. Sentían que cada vez era más difícil salir a la superficie y respirar.
Una de ellas dijo en voz alta: - “No puedo más. Es imposible salir de aquí. En esta materia no se puede nadar. Ya que voy a morir, no veo por qué prolongar este sufrimiento. No entiendo qué sentido tiene morir agotada por un esfuerzo estéril”.
Dicho esto, dejó de patalear y se hundió con rapidez, siendo literalmente tragada por el espeso líquido blanco.
La otra rana, más persistente o quizás más tozuda se dijo: - “¡No hay manera! Nada se puede hacer para avanzar en esta cosa. Sin embargo, aunque se acerque la muerte, prefiero luchar hasta mí último aliento. No quiero morir ni un segundo antes de que llegue mi hora”.
Siguió pataleando y chapoteando siempre en el mismo lugar, sin avanzar ni un centímetro, durante horas y horas.
Y de pronto, de tanto patalear y batir las ancas, agitar y patalear, la nata se convirtió en mantequilla.
Sorprendida, la rana dio un salto y, patinando, llegó hasta el borde del recipiente. Desde allí, pudo regresar a casa croando alegremente.
Este es un cuento que puedes leer en el libro Déjame que te cuente de Jorge Bucay.
A veces cuando no hay motivos sólo hay que seguir adelante, porque pronto, a veces incluso de la manera más tonta e inesperada, encontrarás ese motivo que te devuelva la alegría y el deseo de tener una vida plena.