Hace mucho tiempo recibí en la consulta a una joven universitaria despierta y, en apariencia, segura de sí misma, que con una anorexia nerviosa purgativa creía tener bulimia (y ya sabemos cómo pueden cambiar los estilos y características de una a otra). Había acudido por propia voluntad y con una buena motivación para el cambio, el que ella contemplaba, claro, y por supuesto, empañada de una elevada exigencia por los resultados. Tras más de un año de terapia en el que se autoengañó más de lo que me engañó a mí, me dijo un día “Enrique, creo que ya estoy bien, y no tengo que seguir viniendo”, a lo que le respondí “yo no lo creo, y sé que aún necesitas seguir en terapia, pero es tu decisión”, y se fue terriblemente indignada e incapaz de aceptar que yo no la viera “curada”.
Mas o menos un año después apareció por consulta: “Enrique, tenías razón. No estaba bien cuando me marché. ¿podemos seguir?”, y dije “claro que sí, has sido muy valiente al volver aquí y decir eso”. Otro año aproximadamente de terapia le bastó para decirme muy contenta y autosuficiente “ya no necesito venir más, estoy mucho mejor”, a lo que respondí “es cierto que hace tiempo que no aparecen síntomas con la comida, aun así, creo que es poco tiempo para hablar de recuperación. Veo que aún hay cosas pendientes que debes trabajar y es mala idea parar ahora porque no estas suficientemente bien, pero es tu decisión”. Y con un considerable cabreo contra mí, se marchó para no volver.
En esta ocasión si pensé que volvería y más de un año después, hizo su reaparición: “he vuelto a vomitar y veo que no estaba recuperada”. Yo: “de acuerdo, retomemos el trabajo”. Pasó algo más de otro año en esta ocasión para que un día dijera “Enrique, creo que ya no necesito seguir, ¿tú qué opinas?”. Yo le propuse algo. “Vale, tu relación con la comida es estable, y has hecho cambios profundos. A nivel familiar “tal y cual” y en tus relaciones sociales “esto y lo otro” (realmente había cambiado profundamente su forma de relacionarse con los demás), sin embargo, espera a que dejemos bien cerrado el tema “tal” y podremos pasar a un seguimiento muy espaciado, que es además lo correcto”. Su respuesta fue inmediata y calmada: “de acuerdo, cuando tú lo digas, acabamos”. En ese momento supe que sí, que realmente podía cerrar esa etapa de su vida y continuar sin el apoyo de la terapia. En dos o tres meses le di el alta y pasamos al seguimiento que acordamos.
Después de muchos años sé que ahora vive en otra ciudad. Que es una madre feliz de dos retoños y que trabaja en lo que le gusta. Espero de todo corazón que siga así y estoy seguro de que cuando haya tenido algún momento de inestabilidad como cualquiera, no habrá dudado en buscar apoyo psicológico.
Esta historia completamente verídica no ejemplifica, por supuesto, como funcionan todos los casos de TCA, ni siquiera las anorexias purgativas, y es solo una parte de las muchas cosas que ocurren durante una terapia. Lo que si muestra es cómo pueden actuar algunos casos en la misma. La evolución con continuos altibajos o la gran dificultad para aceptar la necesidad de ayuda que hace que, en muchas ocasiones, cuando han percibido una mejoría les lleva a considerar que pueden dejar de acudir a terapia.
Al final salió bien, pero por desgracia no siempre podemos decir lo mismo. No creo que podamos saber todos los factores que llevaron a este resultado. De seguro que había un buen vinculo terapéutico y que, en cada etapa, había conseguido logros que la motivaran a volver. Creo que le pude dar la confianza que necesitaba para retornar y que ella en el fondo era capaz de confiar en otros, algo que estoy seguro de que aprendió en su casa. Creo también que dejarles tomar decisiones importantes, aunque fueran “equivocadas”, es crucial y necesario (siempre y cuando no exista un claro riesgo de daños), así como la forma de recogerla en sus regresos (la famosa reparación del vínculo). Y, sobre todo, la motivación para la terapia siempre partió de ella, el ambiente familiar era estable y daba el apoyo adecuado (como todas las familias, tenían sus cosas que corregir, pero eso es otra historia), y el trastorno nunca llegó a niveles altos de gravedad (no venía de una larga evolución y nunca requirió de ingresos). Varias cosas me enseñó esta experiencia. Que el proceso de recuperación es inherentemente inestable y que cada paciente necesita sus propios tiempos y, a veces, sus pausas para realizarlo. Lo que a veces vemos como un error puede convertirse en un obstáculo que aprender a superar.
Cada vez que ella se iba, a pesar de saber que yo hacía lo correcto no intentando convencerla a toda costa de continuar, no podía dejar de sentir que algo había hecho mal, que había fallado como terapeuta. Aprender a manejar esos sentimientos es parte de nuestra tarea. Y es que las expectativas que nos hacemos sobre la evolución de las pacientes y la realidad son dos cosas muy diferentes.