“Al volver a casa después del viaje voy a comer menos y a hacer ejercicio todos los días. No comeré dulces. Tengo que bajar de peso”. Así, con once años, la anorexia empezó a escribir la historia de lo que sería una lucha por sobrevivir. Más de veinte años después me dispongo a terminar de escribirla… sólo que, esta vez, las tornas han cambiado: ahora soy yo quien escribo mi historia.
No me costó. No me costó nada privarme de todo aquello que me encantaba comer. Quizás debido a mi alto nivel de autoexigencia que tanto había cultivado desde pequeña. Dejar de comer, vicia; calcular cada caloría, vicia; sentir el estómago vacío, vicia. Y ese vicio acaba convirtiéndose en una costumbre, en una forma de vida. Y esto es muy difícil de entender, y más, para quien no lo ha sufrido… Cuesta entender cómo una niña con tantas cualidades puede llegar a entrar en ese círculo vicioso autodestructivo. Pero, sinceramente, es bastante fácil. No sólo eso, sino que es bastante lógico.
¿Quién podría soportar una presión constante sobre lo que debemos ser, parecer y aparentar? ¿Cómo se puede sobrevivir a una sociedad en la que prevalece el aspecto físico ante cualquier otra cosa? ¿Cómo una niña que desde pequeña no ha dejado ni un solo instante de esforzarse por ser “perfecta” puede llegar a adulta sin derrumbarse en el intento?
Imposible. La autoexigencia es un bucle de retroalimentación positivo. Nunca es bastante, nunca te exiges lo suficiente. Y, entonces, estallas. En mil pedazos… y no te queda otra que ser capaz de reconocer que eso tiene que parar, que te toca agacharte a recoger tus propios pedazos. Para, después, intentar colocarlos como antes. Pero eso es imposible. Jamás serás como antes. Y eso también es bueno, porque lo que importa realmente es conseguir reconstruirte de nuevo y mejor. No perfecta. No como la mayor parte del mundo espera. No. Debes colocarlos como tú decidas, como tú te quieras de verdad.
Lo complicado es describir cómo salí de ahí, ya que ahora lo veo todo desde lejos, como si estuviera recordando una película que vi hace ya un tiempo. En primer lugar, tuve la gran suerte de que mi madre y mi padre detectaron que algo no estaba bien desde el primer momento. Casi desde la primera señal que, incluso, aún recuerdo. Fue aquella primera vez en la que intenté saltarme la merienda. Una, pasa. A la segunda, ya va siendo un poco raro. A la tercera, alerta. Por lo que tomaron la mejor decisión que podrían haber tomado: llevarme al que era en aquel entonces mi pediatra para pedirle opinión. Y él fue quien determinó, tras una evaluación psicológica, derivarme a una psicoterapeuta especializada en trastornos de la conducta alimentaria. Esta profesional me acompañó durante todos los años que duró mi enfermedad. Y eso es fundamental. La ayuda profesional tanto a la persona que sufre la enfermedad como a la familia es imprescindible. En mi caso, se trataba de una consulta privada. Pero, obviamente, actualmente existen opciones en la sanidad pública para todas las personas que sufran este tipo de trastornos.
Por otro lado, es necesario que los prejuicios que existen alrededor de este tipo de enfermedades desaparezcan, ya que el daño que generan sobre las personas que están sufriendo es mayor del que se piensa. El hecho de que muchas personas consideren que este tipo de enfermedades son de “niñas caprichosas y superficiales que quieren llamar la atención”, nos hace un flaco favor a todas. O, por lo menos, yo sentí muchas veces eso. Sentí vergüenza. Y si te sientes así, es mucho más difícil aceptar que tienes un problema. Y eso lo complica mucho más, puesto que reconocer el problema es el primer paso para salir de él. Ese paso, que parece pequeño, pero que es un mundo, es el comienzo de la esperanza. Es el comienzo de la solución. Y en ese comienzo, el apoyo y el cariño, no sólo profesional, sino el de tus seres queridos es lo que favorece que al final todo sea posible.
Una vez que se detecta y que se toma la acertada decisión de buscar ayuda profesional, el proceso sigue siendo duro y difícil. Con subidas y bajadas. Con momentos de descontrol, de miedo, de vértigo, mezclados con otros de calma, de ser consciente, de querer salir de ahí. Y vas ganando y perdiendo fuerzas, en un equilibrio adictivo. La buena noticia, es que eso significa que estás luchando, aunque a veces no lo creas. Y en todo ese torbellino de vida, mejor dicho, de muerte en vida, yo me marcaba objetivos. Pequeños. Grandes. Pero objetivos.
Uno de mis objetivos más grandes… el deporte. Pasé prácticamente toda mi adolescencia sin poder practicarlo o haciéndolo de forma muy controlada. Y el deporte siempre había sido uno de mis mayores hobbies. ¿Cómo iba a permitir que esa parte tan fundamental para mí fuera algo prohibido? Este tema es delicado, porque si estás en un momento complicado de la enfermedad, vas a usar el ejercicio físico con el único fin de adelgazar. Con el único fin de sentir que lo tienes todo bajo control, que esas calorías que consideras que has consumido de más han sido quemadas, borradas, eliminadas de tu cuerpo. Usarlo con el fin de eliminar esa sensación tan desagradable que te produce el haber acabado comiendo aquello que hasta te daba pánico oler. Ese es el peligro.
Sin embargo, considero que el ejercicio físico genera una serie de sensaciones tanto físicas como emocionales imprescindibles para la recuperación. A mí me ayudó, por lo menos en las etapas en las que me encontraba mejor, en las que los profesionales consideraron que sería bueno. Poco a poco, muy poco a poco, a lo largo de los años, convertí el deporte en una parte inherente a mí. Lo transformé incluso en una profesión formándome como instructora de diferentes actividades como el aerobic, el pilates o el baile. Eso me salvó. Eso me permitió darme cuenta de lo que podía llegar a perderme. La sensación que deja el terminar de dar una clase y que un alumno te de las gracias por tu trabajo o por la buenas sensaciones con las que se va. No tiene precio. Quién me lo iba a decir a mí. Es curioso el haber transformado esa dualidad anorexia-yo, en deporte-yo. Ahora soy esa persona a la que todo el mundo conoce por sus clases, por sus entrenamientos, por sus divertidas coreografías de baile. Y no esa persona triste, apagada, que no quiere comer. Objetivos, objetivos que no nos dejen perdernos en el camino.
Quizás el hecho de haberme dedicado a la investigación en cáncer me ha ayudado también. Ahora sé que, en el fondo, tuve mucha suerte. Suerte porque yo, al igual que muchas otras personas que están pasando por lo mismo, sí tenía la opción de salir de esa enfermedad. Yo podía decidir salir de ahí. Sé que suena muy fácil ahora, pero obviamente sé que no lo es. Lo que sí sé es que lo que acabo de escribir es una realidad. Eso no significa que sea una lucha en solitario. Para nada. Pero sí es necesario hacer un ejercicio de introspección y dejarnos claro que somos nosotras y nosotros quiénes decidimos. Cuando eso se hace evidente, cuando dejamos de culparnos y de culpar a los que nos rodean, cuando nos responsabilizamos de nosotras mismas, aunque sea duro y doloroso, nos estamos armando de resiliencia para seguir avanzando.
Y esto me da pie al siguiente punto: salir de una enfermedad así nos hace crecer y madurar. En estos últimos años, ya fuera de la sombra del trastorno, mi lucha ha continuado, porque, en esta sociedad, en esta época, para las personas que hemos pasado por algo así, pero también para las que no, es muy fácil caer en la desesperanza, en la ansiedad, en el rechazo de una misma, de uno mismo. Por lo que buscar aquellos valores que nos reconforten, que nos fortalezcan, creo que es una de las cosas que a mí me ha seguido dando fuerzas. Valores como la sonoridad, la empatía, la solidaridad. El sentir que formo parte de algo, de un grupo que persigue lo mismo, que lucha en contra de las mismas cosas que yo. En resumen, el no sentirme sola. Que no es lo mismo disfrutar de nuestro tiempo en soledad, a sentir que estamos solas o solos. Rodearnos de personas que nos aporten, que nos llenen, que nos den luz. Para poder llegar a hacer nosotras lo mismo por otras personas.
¿Estoy curada del todo? Posiblemente sí. Ya no me veo gorda, ya no me siento mal si en algún momento me paso con la comida, ya no me siento constantemente triste, ya no escondo comida, ya no miento sobre ella, ya no me voy mirando en todos los espejos habidos y por haber, ya no me siento la grasa, inexistente para el resto, real para mí, ya no, ya no, ya no…. No digo que ya no me preocupe mi físico, no digo que no haya días en los que una se vea peor. Eso es normal. Lo importante, es relativizar, es quitarle importancia. Y ser conscientes de que la perfección no existe, y si existiera, tampoco creo que sea recomendable acercarse a ella. Cada una, cada uno, somos seres únicos, que tenemos mucho que aportar y que tenemos mucho que sentir. “Déjate vivir”, como me decía una de mis psicólogas. “Déjate sentir”. No voy a conseguir lo que quiera en mi vida, ni siquiera voy a ser constantemente feliz. Eso no es real y, además, genera mucha presión. Pero, sí voy a vivir de la forma más coherente que pueda y en paz. Cueste lo que cueste. Y si yo he conseguido llegar hasta aquí y escribir estas palabras, es porque realmente, realmente sé que salir de la enfermedad es posible. Y si con esto soy capaz de llegar a una sola persona, ya habrá merecido la pena. No estás sola, no estás solo. Por lo menos ya sabes que, al menos, hay otra persona en el universo que te puede tender una mano.
Imagen de portada de mi dibujo a los 12 años cuando mi psiquiatra me pidió que le describiera cómo me sentía.